Paramparo
Por fin volví a Cullera. Tenía tantas ganas de encontrar la misma calle de siempre, sí allí estaba, el patio (el portal diría ella) del apartamento de Paramparo, el puesto de fruta, la heladería de los banana split, las terracitas, los balcones, los coches, la gente, los madrileños, los franceses, la playa, la montaña con las grutas secretas… que no esperé a la tarde ni a la noche y a pleno sol del día, a las doce de la mañana me pegué una sudada de impresión por llegar a mi destino, que no era ése sino otro, pero el otro ya perdió interés ante mi afán por buscar mi sitio, allí estaba todo -sí- el mismo balcón donde nos contábamos historias de miedo a las seis de la mañana y revivíamos nerviosos los juegos eróticos de La Cañada siendo niños, niños, nadie nos pilló, ni ahora tampoco, ni nos pillaban al detener los ascensores para merendar sentados dentro y pulsar el timbre de todas las puertas y cantar canciones divertidas escondidos en las azoteas bajo las estrellas. Tengo comprobado que una dosis elevada de recuerdos aplicada en tiempo corto produce en mi cerebro un latigazo que me deja ko, de hecho me pasé el resto de la tarde tumbado tomándome aspirinas y coca-cola. Ya por la noche se me vuelve a pasar todo. Paramparo es la culpable del nombre de este espacio, sólo ella y yo conocemos el significado de esa palabra mágica, por eso viajamos en aviones diferentes, por seguridad y para preservar el maravilloso secreto. Ni todos los timbres de todas las puertas podrán hacer que me despierte del sueño que estoy viviendo. O sí. No lo sé. Necesitaré millones de timbres. O uno sólo que me dé un buen calambrazo a tiempo. Yo la busco y no la encuentro, la alegría de vivir (ahora).