Cosas malas

por Jesús V. Ferrer

¿Haces cosas malas? Me preguntaban los curas en el confesionario con voz bajita y mirada intrigante. ¿Cosas malas? Yo pensaba y pensaba y no lograba alcanzar a saber qué cosas malas podría hacer, ni remotamente. ¿Haces cosas malas en la cama? Cosas malas en la cama, qué podría hacerse de malo en la cama, por qué me sugerían asuntos tan complicados y enigmáticos. Pues ni me asustaban ni me quitaban el sueño. No, contestaba escueto y tajante. Parecían buscar un culpable, el malo, mirad, ese sí lo hace. Igualito pasaba cuando cantábamos en el coro y acercaban sus oídos a nuestros labios intentando averiguar quién desafinaba, para echarlo de la fila. Yo canto como los ángeles, estoy salvado. Con el juego de las canicas se ponían francamente pesados. No os asustéis: el juego de las canicas era el juego de las canicas. Sólo que entre lanzamiento y lanzamiento te soltaban un trallazo… ¿Te llevas bien con tus padres? ¿Con tus hermanos? ¿Tienes buenos amigos? ¿Una amiga especial? Una tarde, apenas después de comer, el padre espiritual me llevó a dar un largo paseo; dimos vueltas y vueltas a un jardín interno, desde lo alto de una de las plantas; hablaba con solemnidad y falsa cercanía, temía que fuera a anunciarme una gran noticia no esperada. Yo, tan perspicaz, en babia absoluta, escuchando atónito, incómodamente rodeado por su brazo sobre mi cuerpo. Al fin supe. En clase de religión comencé a escribir unos rollos impresionantes, les gustaba, se hicieron fans míos. No podían pulsar Me gusta porque nadie inventó todavía las computadoras; el equivalente era el brazo atrapándote, o las canicas. Un día feliz -o algo así- titulé aquel escrito por el que me premiaron. Si anhelas un mundo tan feliz, tal vez desees, tal vez desees ser sacerdote. Oh, my god! Era fácil de entender. Un día feliz en un mundo feliz. Y nada más. ¡Y nada más! Entonces, ¿qué quieres hacer en la vida? Yo quiero ser un niño. Quiero ser un niño y quiero ser un hombre. Un hombre libre. Quiero serlo. Como Chance cuando ve reflejada su silueta en la laguna y se marcha a otro lugar.

Crecí entre miedos jugando a ser valiente, lo mismo que ahora: poco ha cambiado. Contestando preguntas sin conocer respuestas. ¡Debí hacer yo las preguntas! Nadie me dijo que no había camino. Una nueva generación de Jesuitas dejó al poco su impronta. Mi primer profesor de filosofia continuó cuestionándome hasta lo más profundo, pero de otra manera. Lo hacía como si fuera a resolver sus dudas, quién era yo para hacerlo. Confió en mí. Me sentí libre al fin. Me siento libre desde  ese preciso momento.

Poderoso e invencible, como cuando cazaba lagartijas en verano y montaba trenes de bicicletas con mis amigos, divertidísimos trenes de esos que descarrilan a los cinco minutos de haber partido.